
La Unión Europea cierra 2025 con un gran éxito económico. Es la emisión de 90.000 millones en eurobonos, al servicio de un enorme objetivo político “existencial”, financiar la resistencia ucraniana. Y con varios reveses, entre otros con Mercosur, la agenda verde, el endurecimiento migratorio o el vasallismo frente a Trump.
Esta segunda emisión de eurobonos, tras la enorme de los Next Generation para financiar la recuperación post-pandémica era una fórmula barajada para sortear la pinza Putin-Trump. Pero muchos preferían cerrar su propia chequera y afectar los activos rusos congelados en Europa, también como castigo al invasor.
La ventaja técnico-financiera de los eurobonos es que, sin gastar de antemano unas futuribles reparaciones rusas, se adecúa al modo convencional en que se financian las guerras, el recurso al Tesoro, a la deuda interna (In defense of public debt, Barry Eichengreen y otros, Oxford, 2021). Y otra, técnico-jurídica: elude que Moscú, o sus cómplices, recurra ante los tribunales el uso de los activos rusos. Evita además legitimar ataques de terceros a activos europeos en medio mundo, y desvirtuar el papel de la UE como ariete de la legalidad internacional.
La impronta de esta decisión desborda a sus promotores: reeditar la emisión de eurobonos profundiza el esfuerzo común, pues mutualiza el riesgo de forma que todos responden por todos, como nos enseñó Alexander Hamilton en 1790 con la primera emisión de bonos federales norteamericanos.
Y además, ¡extraordinario!, la encajan varios gobiernos ultraderechistas y ultranacionalistas: el checo, el eslovaco, el húngaro, contrarios a todo abismo de soberanía compartida. Milagro. La Unión sigue federalizándose pese a que crecen quienes hacen vudú a “una unión más estrecha”. Claro que esos tres logran la excepción de no corresponsabilizarse de su buen fin. Y podrán echar guiños al déspota del Kremlin con un “te salvé tus activos en peligro”.
El envés del triunfo es el aplazamiento en la firma del gran acuerdo comercial, y más allá, de los 27 con Mercosur: el pacto más amplio en la historia de la Unión, un ámbito de 780 millones de consumidores. Económicamente, la UE es el segundo gran socio comercial de Mercosur, tras China y antes que EEUU, y los cuatro países que lo conforman son solo nuestro décimo socio en mercancías: mucho por recorrer (en exportación industrial). Políticamente, porque es la piedra de toque de nuestra diversificación y apertura comercial, frente a la endogamia de Washington.
El continuo clamor del campo para obtener más garantías frente a la competitividad agrícola latina (más cláusulas de salvaguarda, más controles de simetría sobre calidades…) recuerda demasiado a las quejas proteccionistas del seudoliberal Valèry Giscard, que impuso en 1980 una pause al ingreso de España en la CEE por… la calidad y precio de las lechugas hispanas. Al cabo, los franceses debieron espabilar. Como ocurrirá pronto, ojalá, pues las ventas agroalimentarias de la UE a Mercosur son solo ¡el 5% de las totales. Basta ya de jeremiadas y chantajes rústicos.
Otro tanto convendrá decir del sector del automóvil. Cierto que fabrica bien, absorbe empleo y brega con el asedio chino de precios subvencionados. Bravo. Pero su victoria frente a la voluble Comisión, que se plegó ante él (y ante Alemania) difuminando la obligación climática de suprimir al 100% las emisiones contaminantes para 2035, exhibe aristas insidiosas. Lo sabía desde hacía mucho. No se preparó. Ha absorbido ingente mimo inversor público del Next Generation.
Y ¿cómo garantizar el rigor del nuevo sistema de autocontrol de emisiones, en un sector donde han menudeado manipuladoras del cómputo de emisiones, como la estafa del dieselgate en 2015? Cuidado con seguir subvencionando la construcción de tartanas en vez de la fabricación del Ford T.































