
El presidente de Telefónica, Marc Murtra, confirmó el pasado día 4, coincidiendo con la presentación del Plan Estratégico 2026-2030, la firme voluntad de la compañía de abandonar Chile, México y Venezuela. El anuncio no causó gran sorpresa en los dos primeros países, donde la compañía española ya tiene encarrilado su proceso de salida y ha contactado con potenciales compradores. Pero en el caso venezolano ha despertado muchas incógnitas entre los analistas por la especificidad de este mercado y las restricciones que impone el régimen de Nicolás Maduro a todo lo que tenga que ver con firmas extranjeras.
Telefónica desembarcó en Venezuela en 2004 con la compra de Telcel a Bellsouth, dentro de una operación más amplia por la que adquirió las 10 filiales de la empresa estadounidense en todo Hispanoamérica por 4.731 millones de euros. Aunque no se especificó el precio que pagó por Telcel, se estima que la compañía, entonces presidida por César Alierta, abonó por ella en torno a 800 millones de euros (al cambio del dólar de 2004). La filial era una de las más rentables de Hispanoamérica hasta que el régimen de Hugo Chávez fue implementando medidas restrictivas para impedir que las multinacionales pudieran repatriar sus beneficios. La crisis económica y la hiperinflación hicieron el resto. Una situación que se tradujo en pérdidas millonarias y depreciación de activos para la empresa española, aunque se desconoce su alcance exacto porque Telefónica no desagrega los resultados de la filial venezolana desde 2017.
Bajo la presión de este entorno de pérdidas continuas e incertidumbre del negocio, Telefónica ha decidido por fin dejar Venezuela. Pero tendrá serias dificultades para deshacerse de su filial como les ha ocurrido a las innumerables multinacionales extranjeras que han abandonado el país ante la deriva del régimen bolivariano a partir de la llegada al poder de Chávez en 1999. La hiperinflación, el control de cambios y la complejidad para repatriar las ganancias del país hacen extremadamente complicado encontrar un inversor dispuesto a asumir el negocio.
Los antecedentes de otras firmas extranjeras apuntan a dos únicas vías para dejar el país: el cese puro y duro de la actividad o la búsqueda de un comprador local que cuente con los parabienes de las autoridades. Obviamente, la primera solución es la menos recomendable porque supone la pérdida de todos los activos e inversiones en el país. Entre las empresas que no tuvieron más remedio que plegarse a esta salida abrupta se encuentra la estadounidense Kellogg’s, que abandonó Venezuela en mayo de 2018. Poco después, el Gobierno tomó el control de sus plantas y, a pesar de la advertencia de la empresa sobre el uso ilegal de su marca, continuó la producción de los cereales.
Otras se vieron obligadas a marcharse tras las órdenes de expropiación dictadas por el Gobierno. Es el caso de General Motors, que cesó sus operaciones en 2017 después de que las autoridades confiscaran su planta principal en Valencia. Casos muy similares los sufrieron las petroleras ExxonMobil y ConocoPhillips; la mexicana Helmerich & Payne; o la cadena hotelera Hilton. La española de productos del campo Agroisleña fue expropiada en 2010 y renombrada como Agropatria.
Para evitar esta pérdida de todos los activos, otras multinacionales han optado por pactar su salida con el Gobierno mediante acuerdos con socios o inversionistas locales bien relacionados con el régimen, aunque a precios de liquidación y fuertes minusvalías. La empresa de neumáticos Bridgestone, tras 60 años en el país, vendió sus activos en 2016 al Grupo Corimon, un conglomerado industrial privado venezolano. Lo mismo le ocurrió a Pirelli en 2018, que llegó a un acuerdo con un consorcio de empresarios sudamericanos y la empresa Sommers International. El último caso lo ha protagonizado Unilever, que vendió en julio pasado su operación de helados, incluyendo la popular marca Tío Rico, a Mack de Venezuela, una empresa de camiones sin ninguna relación con el sector alimentario, pero bien conectada con el poder político.
Inditex es un ejemplo de una solución pactada. La empresa española dueña de marcas como Zara, Bershka, Massimo Dutti y Pull&Bear abandonó en 2021 el país. Pero regresó en 2024, con la apertura en Caracas de la mayor tienda de Zara en Hispanoamérica. El grupo textil opera ahora a través de un régimen de franquicia con el Grupo Futura, propiedad del magnate venezolano-libanés Camilo Ibrahim Issa, bien conectado con dirigentes del régimen como la vicepresidenta, Delcy Rodríguez, y al que diversos medios de comunicación relacionan con la aerolínea Plus Ultra, rescatada por el Gobierno español, aunque el empresario niega cualquier vínculo con la misma.
Autorizaciones y posibles compradores
Además de las dificultades generales para salir del país, Telefónica deberá sortear la legislación específica del sector. El requisito más crítico para vender una operadora de telecomunicaciones es la obtención de la autorización previa de la Comisión Nacional de Telecomunicaciones (Conatel). Según la legislación nacional (Ley Orgánica de Telecomunicaciones), tanto la licencia para operar como la asignación de frecuencias (uso del espectro radioeléctrico) son intransferibles sin el permiso previo y expreso de Conatel.
Otro conflicto añadido en caso de venta es que en Venezuela no existe la portabilidad numérica, el procedimiento que permite cambiar de compañía conservando el número. Según apuntan diversos medios venezolanos, la ausencia de este mecanismo obligaría a una transacción ordenada -manteniendo la marca- aunque cambiara de manos la propiedad para garantizar los derechos de los casi 9 millones de clientes con los que cuenta actualmente Movistar.
El regulador también puede condicionar la aprobación a que el nuevo operador se comprometa a cumplir planes específicos de inversión, expansión de cobertura y mejoras de calidad en plazos determinados. Hay que recordar que Telefónica comprometió a comienzos de este año una inversión de 500 millones de dólares para la extensión de la red 5G, que deberá asumir un potencial comprador. Y, en último caso, Conatel puede invocar el interés público o la seguridad nacional para vetar la venta.
El riesgo de monopolio, el criterio más habitual en cualquier país para autorizar una operación de concentración, no se antoja como la mayor dificultad en el caso de Venezuela dado el grado de injerencia y discrecionalidad del régimen de Maduro a la hora de intervenir la economía de mercado. De hecho, Chávez renacionalizó en 2007 a CANTV (Compañía Anónima Nacional Teléfonos de Venezuela) y a su filial de telefonía móvil, Movilnet, que estaban en manos de un consorcio liderado por la estadounidense Verizon.
Un acuerdo con CANTV para la absorción de las actividades de Telefónica no supondría ningún escollo en el segmento de la banda ancha fija, donde la empresa estatal posee una cuota del 46,2% y Movistar apenas un 1,6%, según las últimas estadísticas oficiales de finales de 2024. Más inconvenientes se producirían en la telefonía móvil, que lidera Movistar con el 42,1% del mercado, frente al 23,2% que detenta Movilnet/CANTV. Una unión entre ambas daría lugar a una empresa con más del 65% de cuota.
Otra opción sería un acuerdo con Digitel, propiedad del Grupo Cisneros, de la familia del empresario ya fallecido Oswaldo Cisneros, que ha logrado mantenerse al margen del conflicto político y seguir haciendo negocios en un ambiente hostil para la inversión. Digitel domina el 35,6% de cuota del mercado de móvil y el 13,7% de la banda ancha fija.
Más lejos queda la entrada de un inversor extranjero como Millicom, la sociedad luxemburguesa que opera en varios países latinoamericanos bajo la marca Tigo y que ha adquirido las operaciones de Telefónica en Colombia, Ecuador y Uruguay. Las restricciones del Ejecutivo venezolano hacen casi imposible una operación de este tipo.































