Desde la Gran Recesión de 2008 proliferaron las voces en pro de emitir deuda europea —los eurobonos—, gestionada por la Comisión, una agencia común o un Tesoro. Chocaban siempre contra el muro de los austeritarios, luego enmascarados como frugales. En junio de 2012, cuando el rescate (financiero) de España, la canciller Angela Merkel juró que esas emisiones jamás se producirían, eso sí, con una cautela: “Mientras yo viva”.

Pero en su vida y mandato como canciller se allanó a la realidad. Asumió el imperativo de que la recuperación económica tras la pandemia necesitaba tantos recursos que solo podrían allegarse mediante el endeudamiento mutualizado: los 740.000 millones de euros (luego 800.000) para el fondo Next Generation, acordado en julio de 2020. Y además flanqueados por una cuantía incluso superior de liquidez, cuasi-fiscal, del BCE. Habían transcurrido más de ocho años desde aquel juramento.

Ahora, la decisión del último Consejo Europeo ha sido de maduración más rápida, provocada por la urgencia de mantener el apoyo a la resistencia de Ucrania frente al invasor. Y en algún aspecto de fragua más difícil: pues aún no se sabe cómo amortizar los eurobonos NGEU, se ignora la cuantía final de cierre y el cuarteto de mini-impuestos europeos que debían financiarlos están a medio camino.

Pero la resistencia a la deuda común ha sido también encarnizada. En los últimos meses, se ha blandido la coartada según la cual era más práctico —y dañaba más al Kremlin—no rascarse el bolsillo propio, sino usar los activos rusos congelados en la UE, y no solo sus rendimientos, como “colateral” o palanca para armar un crédito blandísimo a Kiev, a tipo cero. Las objeciones jurídicas a ese mecanismo rebotaron el debate a los eurobonos.

Antes de que en marzo de este año la Comisión propusiera su Libro Blanco Rearm Europe (o sea, Rearmar a Europa), y que luego se edulcoró por presión hispano-italiana como Defense Readiness 2030 (o sea, una aséptica Preparación para la Defensa), los frugales, encabezados por Alemania y Holanda, volvieron a cargar contra los eurobonos: ya Friedrich Merz actuaba como canciller, antes de tomar posesión, en mayo.

El grueso de los 800.000 millones de euros para la defensa (650.000) lo aportarían los Estados miembros, para lo que se les eximiría de las constricciones del Pacto de Estabilidad, cancelando su cómputo en el cálculo de los techos de déficit y deuda. Y solo una partida de 150.000 millones sería comunitaria, mediante recurso al presupuesto común. Aunque se hacía referencia a créditos del BEI y a aportaciones privadas estimuladas por la unión del mercado de capitales y del ahorro.

Esta vez la urgencia para actuar con Ucrania ha acelerado la desarticulación del nein al endeudamiento común: la pausa ha durado solo tres trimestres, no ocho años. Y es que ha acabado imponiéndose la ley de la gravedad. Algunos, discúlpennos, lo advertíamos así (“¡Eurobonos!”, EL PAIS, 23/3/2024): “La lógica económica” es “inapelable”, de modo que “los 27 no pueden políticamente efectuar recortes sociales, ni aumentar impuestos individualmente” pues “estimularían el malestar (propicio a la ultraderecha)”; no pueden “tampoco aumentar su deuda” indefinidamente; “ni quieren engordar sus contribuciones al presupuesto común. Solo queda una salida: deuda mutualizada, a mansalva. O eso, o la inanidad”.

Y como es la segunda vez —en cantidades relevantes—, sucederá con estas decisiones políticas lo que en las judiciales: que dos sentencias crean jurisprudencia.



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