El propósito no siempre nace en el inicio de una marca: muchas veces se descubre con el tiempo, la experiencia y la evolución del proyecto.
En los últimos años, he visto desde primera línea de frente como «el propósito» ha ido convirtiéndose en algo así como el santo grial del branding. Que si «Start with why», que si «la gente no compra lo que haces, sino por qué lo haces», que si «sin propósito no hay conexión». Y oye, suena bien. Tiene su lógica. Tiene su TED Talk.
Pero en el mundo de los mortales (o de las marcas que no facturan billones de dólares), yo personalmente, desconfío de todos los proyectos cuyo propósito inicial no radique esencialmente en tres cosas: ganar dinero dignamente, desarrollar el mejor producto o servicio posible y básicamente no estorbar.
Esta imposición secundada por la mayoría de los gurús del branding, a los que aún rezo, me sangra especialmente cuando veo a pequeñas y medianas empresas forzando un relato artificial cogido con pinzas, solo porque alguien les dijo que sin una misión épica están condenadas a desaparecer. Resultado: propósitos copy+paste, narrativas forzadas y powerpoints llenos de humo con tipografía XL.
Me imagino una escena en la que llegas al cielo de las marcas, San Pedro te mira serio y te pregunta: – ¿Y tú qué? ¿Cuál era tu propósito? Y tú, con voz temblorosa, respondes: – Crear una comunidad para democratizar el bienestar desde una mirada holística… San Pedro suspira, pega un buen sorbo a su té matcha y hace como que se lo cree, con tal de no seguir escuchando. Si en el cielo toman tostadas con Philadelphia, no creo que sea por su compromiso de hacer felices a las vacas.
En este punto, y por llevarle un poco la contraria a Simon Sinek, me pregunto ¿Y si el propósito no fuera el punto de partida? ¿Y si fuera una consecuencia natural del tiempo, la experiencia y la madurez?
Las personas no nacemos sabiendo cuál es nuestro propósito. Primero exploramos, aprendemos, nos equivocamos, cambiamos. Es un proceso de ensayo y error que ponemos a prueba durante años. Y con suerte (y seguramente algunas canas), un día, descubrimos algo que da sentido a todo ese viaje.
¿Por qué, entonces, exigimos a una marca —especialmente a una que acaba de empezar— que tenga su “gran por qué” perfectamente definido desde el minuto uno?
El propósito no es un eslogan. Es una forma de entender por qué haces lo que haces y cómo eso impacta en otros. Y eso, como en las personas, no se impone.
Se descubre. Se construye con el tiempo, las decisiones, los tropiezos y los aciertos. En definitiva: con inercia.
Pongamos a Rosalía como ejemplo (esta frase valdría para casi todo). ¿De verdad alguien puede pensar que empezara su carrera musical con el propósito de «redefinir la estética del pop mundial» o «cambiar la forma en la que una generación entera vuelve la mirada a sus raíces y configura su identidad»?
Entiendo que no. Uno no puede entrar a grabar una toma de voz con semejante megalomanía flotando sobre su cabeza. Pienso que su intención sería cantar. Hacerlo bonito. Experimentar. Estirar las costuras del flamenco. Como ella misma canta en su último tema con LISA: «Pu**, soy la Rosalía, solo se servir». El resto vino después. Porque vino el camino.
A veces, el propósito más valioso es simplemente ser útil. Resolver un problema real. Cuidar a tus clientes. No estafar. Y ya si es posible, no dar la chapa.
No digo que no sea importante tener un porqué. Lo es. Pero no tiene que estar listo desde el primer día. Ni adornado con fuegos artificiales. Ni encajado a martillazos en una frase bonita. Tal vez hoy solo tengas una idea, un local y muchas ganas de que esto funcione. Y eso está bien.
Porque el propósito, como la confianza, no se declara. Se demuestra.
Y si haces bien el camino, un día lo descubrirás.
Justo detrás de ti.
Escrito por Dani Ferrandis, Director Creativo de VRANDED Haus































