La semana pasada, recibieron la notificación de que habían recibido el Premio de Ciencias Económicas del Banco de Suecia en Memoria de Alfred Nobel (o premio Nobel de Economía) Joel Mokyr, Philippe Aghion y Peter Howitt. Si no le suenan sus nombres, no se preocupen. Lo que importa es su idea central, una de las más potentes y, para muchos, incómodas del pensamiento económico contemporáneo: el progreso no es un proceso suave de creación y mejora, sino un proceso de destrucción creativa. Esta teoría galardonada nos dice que la prosperidad nace de un proceso continuo y frecuentemente doloroso en el que nuevas tecnologías y empresas más ágiles desplazan inevitablemente a las viejas e ineficientes.

Este Nobel celebra la disrupción permanente que obliga a las economías a reinventarse para seguir avanzando. Y precisamente por eso debería ser una lectura obligatoria (que lo ha sido y es, sin duda) en los despachos de Bruselas. Porque mientras el mundo académico premia el dinamismo del cambio, la Unión Europea parece instalada en una realidad diferente. Este Nobel puede considerarse como un espejo en el que Europa debe verse reflejada y reconocer que necesita reinventarse para evitar más lustros de estancamiento derivado, como lamenta Mario Draghi, por su propia indecisión mientras reconocemos la misma causa raíz: la promesa incumplida de un verdadero mercado único.

Para entender por qué este premio interpela directamente a Europa, primero hay que comprender cómo funciona el motor de la destrucción creativa, luego amoldamos lo que ya sabremos a la naturaleza de la propia Unión. Usemos sencillos ejemplos que todos entendamos y luego generalicemos.

Imagine la calle principal de su ciudad. Durante décadas, una tienda de electrodomésticos ha funcionado sin grandes cambios. De repente, una nueva empresa lanza una plataforma que, usando inteligencia artificial, ofrece electrodomésticos más baratos, con mejor servicio y entrega en 24 horas. En poco tiempo, los clientes se pasan a la nueva opción. La tienda tradicional, incapaz de competir, acaba cerrando. Eso es la destrucción, un proceso doloroso para el dueño de nuestra tienda tradicional que conocemos de toda la vida. Sus empleados se van al desempleo y comienza un camino angustioso que les exige renovarse o “morir”. Pero también podemos pensar que el capital y el talento que estaban atrapados en ese negocio anticuado ahora quedan libres para moverse hacia sectores más productivos. Así, ese camino angustioso de los antiguos empleados acaba en cuanto se reciclan y encuentran trabajo en logística, en la propia empresa que irrumpe o en nuevos servicios que surgen gracias a la eficiencia ganada. Eso es la creación. El resultado final es que la sociedad en su conjunto dispone de mejores productos a menor precio, lo que eleva el bienestar a pesar de los costes asumidos.

Ahora bien, ¿cuál es el motor que gestiona este proceso de creación? Principalmente la competencia. Esta genera los incentivos que obligan a la tienda tradicional a mejorar y la que da la oportunidad a la nueva empresa de demostrar su valía. Sin una competencia real, feroz y sin barreras, las empresas ineficientes pueden sobrevivir como zombis durante años, protegidas por la inercia, mientras las ideas brillantes nunca llegan a nacer o tienen que abrirse con dificultades acabando muchas antes de tiempo por falta de energía suficiente.

Y es aquí donde damos el salto al corazón del problema europeo. No podemos decir que en Europa y en los países que la componen no haya competencia en los mercados, la hay mucha y en no pocos sectores. Pero en ciertas actividades dicha competencia podría ser más “creativa” si la UE se decidiera dar el paso a un mercado más unificado, más unido.

Y es que, aunque la UE afirma querer ser un líder en innovación, su motor de competencia funciona a medio gas. Y lo hace porque su supuesto mercado único es, en realidad, un archipiélago de 27 mercados nacionales deficientemente conectados. Lejos de ser el mercado único que se nos prometió, la economía europea se parece más a una red de mercados locales separados por peajes regulatorios que hacen de aduanas invisibles.

El obstáculo más grande es la inexistencia de una verdadera Unión de Mercados de Capitales. Piense en una empresa de ingeniería en España que ha desarrollado una tecnología revolucionaria para baterías. Para escalar y convertir su prototipo en una empresa global necesita inversión. Los mayores fondos de inversión de capital riesgo, el dinero que apuesta por las ideas de futuro, están en Estocolmo o Ámsterdam. Sin embargo, para que ese dinero nórdico financie el proyecto español hay que superar una jungla de normativas fiscales, legales y burocráticas distintas en cada país.

¿El resultado? El dinero no fluye hacia las mejores ideas, sino que se queda en gran parte encerrado en cada ecosistema nacional. La empresa probablemente no conseguirá la financiación, mientras un gigante industrial alemán, mucho menos innovador, obtendrá otro crédito millonario de su banco de confianza de toda la vida. Se protege lo viejo y se ahoga lo nuevo. La destrucción creativa en sectores cuya razón de crecer es esta ni siquiera tiene la oportunidad de empezar (esperanzadora la propuesta reciente del canciller alemán Merz).

Pero la fragmentación no acaba ahí. Una empresa de software de Estonia que quiera vender sus servicios en Francia, Polonia y Portugal se enfrenta a un laberinto de distintas leyes de consumo, normativas digitales y obligaciones fiscales. Solo las grandes multinacionales, principalmente norteamericanas, tienen los ejércitos de abogados necesarios para navegar este caos. La pequeña empresa europea disruptiva, en cambio, se ve condenada a quedarse en su mercado local, sin poder crecer y competir a escala continental. La receta perfecta para la irrelevancia.

Es fácil caer en la tentación de culpar de todo a la regulación de Bruselas, pero eso sería un error. El problema no es que haya mucha regulación (que también cuando apilamos las diferentes administraciones que intervienen), sino que tenemos la regulación equivocada. La mala regulación es la que perpetúa la fragmentación: las 27 normativas nacionales distintas que actúan como barreras proteccionistas (más regionales), diseñadas para defender los intereses de las empresas locales ya establecidas. Esta es una regulación que construye muros.

Así pues, la prosperidad a largo plazo no se consigue subvencionando sectores en declive o protegiendo a los campeones nacionales del pasado. Se consigue creando un ecosistema vibrante y competitivo donde las mejores ideas, vengan de donde vengan, puedan florecer, desafiar el statu quo y triunfar.

Europa no carece de talento, de ciencia o de capacidad de invención. Lo que le falta es la arena única donde ese talento pueda competir en igualdad de condiciones. Si Bruselas y las capitales europeas quieren tomarse en serio el mensaje de este Nobel, su prioridad absoluta debe ser terminar el trabajo que empezaron hace más de treinta años y forjar, de una vez por todas, un mercado verdaderamente único. Como hemos aprendido en otros contextos, los mercados transformados por la fragmentación raramente se corrigen por sí solos. Requieren intervención decidida y el reconocimiento de que enfrentamos un problema estructural, no coyuntural. Actuar con la urgencia que la situación demanda es el imperativo del momento.



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