Hoy se habla con naturalidad de metodologías activas, de aprendizaje cooperativo, de aulas centradas en el alumno y de docentes que acompañan más que dictan. Suena contemporáneo, casi inevitable. Pero hace medio siglo, en las escuelas rurales más aisladas de Colombia, todo eso era una rareza. Allí, en aulas multigrado con un solo maestro y niños de distintas edades compartiendo pupitre, nació Escuela Nueva, un modelo pedagógico que no pretendía reinventar la educación, sino hacerla posible. Universalizar la primaria, reducir el abandono escolar y demostrar que una escuela pública de calidad podía florecer incluso en contextos de pobreza y violencia fueron el punto de partida de una revolución silenciosa que empezó lejos de los centros de poder educativo.

Al frente de esa transformación estuvo Vicky Colbert, socióloga y educadora colombiana que entendió pronto que innovar en educación no consiste en importar teorías, sino en traducirlas a la realidad. Inspirada por Dewey, Montessori o Piaget —cuyas ideas ya circulaban en colegios de élite—, Colbert se propuso algo mucho más incómodo: llevar una pedagogía activa, personalizada y cooperativa a las escuelas más vulnerables del país, hacerlo viable para los docentes y sostenerlo como política pública. Cincuenta años después, cuando muchas de esas ideas vuelven a ocupar titulares, su trayectoria invita a una pregunta incómoda y pertinente: ¿por qué seguimos llamando “educación del futuro” a lo que ya funcionaba en el pasado?

Con ella hablamos durante el transcurso de WISE 12, la conferencia de innovación educativa celebrada en Doha (Catar) a finales del mes pasado.

Pregunta. El aprendizaje cooperativo, la educación centrada en el alumno o el rol de los docentes como facilitadores son hoy aspectos centrales de casi cualquier proyecto de renovación educativa. Y, sin embargo, usted puso todo eso en práctica hace casi medio siglo. ¿Qué siente al ver que muchas de esas ideas se presentan hoy como innovación?

Respuesta. Yo siempre digo lo mismo, y lo repito porque es importante: en lo que respecta a la filosofía de la educación, no inventamos nada nuevo; lo que hicimos fue simplemente ponerlo en práctica, demostrar que funcionaba y sostenerlo en el tiempo. Y no solo en Lengua o Matemáticas, que es lo que todo el mundo mira, sino también en algo que casi nunca se mide: la convivencia y la autoestima, la dimensión humana de la educación.

Eso exige trabajar con escuelas reales, en contextos difíciles, con niños y maestros de verdad, y convertirlo en política pública. Porque, sin ese paso, las ideas se quedan en el discurso. Por eso, para mí, lo importante es que la educación vuelva a poner en el centro su dimensión humana: acompañar, cooperar y aprender juntos. Ahí es donde se juega todo.

Dos alumnos de la Escuela Rural Cómbita, en Boyacá (Colombia).

P. Cuando empezó a impulsar Escuela Nueva, en los años setenta, Colombia no garantizaba siquiera la educación primaria completa. ¿Qué problema concreto quería resolver cuando entraron por primera vez en aquellas aulas rurales?

R. Era algo muy básico, en realidad. En ese momento el gran reto era universalizar la educación primaria. Colombia, como muchos países de América Latina, no garantizaba que los niños terminaran la primaria, y eso condicionaba todo lo demás.

En educación, además, uno tiene que partir de lo que existe. No se puede llegar y pretender reinventar la rueda. Así que lo primero fue mirar qué había en esas zonas rurales, cómo funcionaban esas escuelas, qué hacían los maestros.

Lo que encontramos fue la escuela unitaria, la escuela unidocente [centros rurales en los que un solo maestro atiende en la misma aula a alumnos de distintas edades y niveles], que existe en muchas partes del mundo donde hay baja densidad de población. Esa experiencia había sido apoyada por la UNESCO, pero tenía mucho rechazo por parte de los maestros. Y ahí aprendí algo que me ha acompañado siempre: que cualquier innovación educativa, si quiere impactar de verdad, tiene que ser viable técnica, política y financieramente. Si no es viable políticamente, no sirve. Puede ser muy bonita, pero no cambia nada.

P. Escuela Nueva nació en escuelas multigrado, con un solo profesor y alumnos de distintas edades. ¿Qué vió en ese modelo —que muchos consideraban un problema— que le hizo pensar que ahí había una oportunidad pedagógica?

R. Justamente eso: que la heterogeneidad no era un obstáculo, sino una oportunidad. En una escuela multigrado tienes niños de distintas edades, distintos ritmos y experiencias. Eso te obliga a replantear la manera de enseñar y de aprender, porque no todo el mundo puede estar haciendo lo mismo a la misma hora.

Ahí empezó a tocarse el tema de una educación más personalizada. Si los niños son diferentes, la escuela tiene que adaptarse a ellos, y no al revés. Eso implicaba cambiar tanto la organización del aula como el uso del tiempo y el rol del docente. Y, sobre todo, entender que los niños podían aprender unos de otros. El aprendizaje entre pares o cooperativo se volvió central desde el principio.

Una profesora de una escuela rural en Mitú, Vaupés (Colombia) atiende a sus alumnos.

P. Muchas de las ideas que sustentan Escuela Nueva ya existían en la teoría pedagógica. Entonces, ¿qué fue lo verdaderamente innovador del modelo?

R. Lo innovador fue hacerlo realidad en las escuelas más pobres y demostrar que funcionaba. Escuela Nueva es, en el fondo, una reforma pedagógica profunda. No es nueva en la filosofía, pero sí en la manera de llevarla a la práctica de forma sistémica y replicable.

Nos obligamos a diseñar estrategias muy concretas: guías de aprendizaje para que los niños avanzaran a su propio ritmo, una organización del aula que facilitara el trabajo cooperativo y una promoción flexible que evitara las repeticiones de curso. Transformamos una enorme complejidad en acciones sencillas que los maestros podían hacer, y evaluábamos todo el tiempo, porque sin evidencia no hay política pública ni cambios sostenidos.

P. Uno de los grandes cambios que introduce Escuela Nueva es el papel del docente, que deja de ser transmisor de contenidos para convertirse en orientador y mentor. ¿Cómo se logra ese giro en contextos tan precarios?

R. Ese ha sido siempre uno de los mayores desafíos: las facultades de educación siguen formando a muchos docentes con modelos tradicionales, y luego les pedimos que trabajen de otra manera. Por eso desde el principio tuvimos claro que no podíamos dejar al maestro solo. Nunca.

Lo primero fue que los docentes vivieran la metodología y que la experimentaran ellos mismos. Después, mostrarles escuelas donde el modelo ya estaba funcionando, porque cuando un maestro ve algo y piensa “yo puedo hacer eso”, ahí empieza el cambio. Y luego vino lo más importante: no soltarlos. Crear redes entre ellos, espacios para que pudieran compartir dudas, errores y aprendizajes. Un cambio que no se hizo con un decreto desde arriba, sino desde abajo, en la escuela, cuidando a los maestros y acompañándolos. Eso explica en gran parte por qué Escuela Nueva ha sobrevivido tantos años.

P. A menudo se mide el éxito educativo en Lengua y Matemáticas, pero usted insiste mucho en otro impacto menos visible. ¿Qué ocurrió con la convivencia y la dimensión socioemocional en las escuelas donde se aplicó Escuela Nueva?

R. Para mí eso es clave. Todo el mundo mide disciplinas como Lenguaje y Matemáticas, pero casi nunca se mira la convivencia. Y nosotros vimos ahí un impacto enorme, porque al mejorar la autoestima de los niños, también disminuyó la violencia. Los niños aprendían a dialogar, a mirarse a los ojos, a ponerse de acuerdo y trabajar en equipo.

Llevamos más de 40 años midiendo las habilidades socioemocionales, la autoestima y la convivencia pacífica. Pero a pesar de las evidencias, tuvimos que publicarlo fuera de Colombia, en la Universidad de Londres, para que nos creyeran. A veces en América Latina producimos mucha poesía y poca ciencia, y necesitábamos evidencia empírica. Escuela Nueva demostró que se podía mejorar el aprendizaje académico y, al mismo tiempo, construir convivencia. Eso no era habitual entonces, y sigue sin serlo en muchos lugares.

Taller para docentes Tauramena (Casanare, Colombia).

P. Llegaron a demostrar que los alumnos de centros rurales obtenían resultados académicos iguales o incluso superiores a los de los urbanos. ¿Qué papel jugó la evaluación para que el modelo se convirtiera en política pública?

R. Un papel central, porque sin evidencia no hay política pública. Cuando demostramos que los niños de contextos rurales muy pobres podían tener mejores resultados que otros de contextos socioeconómicos más altos, se rompieron muchos prejuicios.

Gracias a esas evaluaciones, Escuela Nueva se convirtió en una estrategia nacional. A finales de los años ochenta ya estaba en más de 20.000 escuelas rurales y había llegado a más de un millón de niños. El Banco Mundial la reconoció como una de las innovaciones educativas más exitosas en países en desarrollo. Eso demostró que la escuela sí puede compensar las desigualdades si se transforma de verdad.

P. Con el tiempo, el modelo se adaptó a contextos urbanos, a población desplazada por la violencia y a sistemas educativos más masivos. ¿Qué aprendió de ese proceso?

R. Aprendimos que la pedagogía es buena pedagogía, independientemente del contexto, pero que es necesario acomodarla según cada circunstancia. Por eso creamos la Fundación Escuela Nueva, para seguir innovando y no quedarnos solo en lo rural. Adaptamos el modelo a escuelas urbanas, a población desplazada, a migrantes… En Colombia hay millones de personas desplazadas por la violencia y más de dos millones de venezolanos. No se puede coger a un niño que ha vivido eso y meterlo en una escuela despersonalizada esperando que todo funcione igual. Escuela Nueva permitió mayor retención y menos deserción, porque respeta los ritmos y cuida a las personas.

P. Hoy la educación está atravesada por la tecnología y la inteligencia artificial. ¿Qué puede aportar Escuela Nueva en este nuevo escenario?

R. La tecnología puede aumentar las inequidades si no se maneja bien, sobre todo en contextos donde sigue habiendo muy poca conectividad. Pero al mismo tiempo, la inteligencia artificial obliga a rescatar el verdadero rol humano del docente.

Una computadora no va a poder enseñar a trabajar en equipo; a cooperar; a liderar procesos o a dialogar. Aprender a trabajar colaborativamente es lo más difícil de todo, y eso es justamente el corazón de Escuela Nueva: un equilibrio entre el aprendizaje personalizado y el cooperativo, entre autonomía y democracia. Si la tecnología se usa bien, puede reforzar esa dimensión humana, en vez de sustituirla.

P. Después de cinco décadas de trabajo, ¿qué considera irrenunciable en cualquier reforma educativa que aspire a reducir desigualdades?

R. Es necesario que contemple cinco aspectos: que se centre en las personas; que no sea solo una reforma de contenidos, sino un cambio pedagógico profundo; que involucre a los docentes desde el principio; que se base en la evidencia y que tenga una mirada sistémica.

La educación no puede limitarse a resultados académicos; tiene que formar seres humanos capaces de convivir, respetar y trabajar juntos. Eso es lo más difícil y, al mismo tiempo, lo más importante. Y eso es lo que Escuela Nueva ha intentado demostrar desde el principio.



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