
Tras casi cuatro años de guerra con altísimo coste en vidas humanas, la paz en Ucrania no tiene precio. Seguramente es un aserto al que nadie encuentra tacha moral alguna. Pero eso no excluye que haya que reconstruir la economía devastada del país invadido y de sus moradores, incluso la debilitada del país agresor, y que no tenga un coste que deba ser cuantificado, porque alguien tendrá que abonarlo y alguien, que ejecutarlo con una suculenta prima del negocio. Tal como se plantea ahora, a la espera de revisiones en el forcejeo final, Rusia será el gran beneficiado militar y político, pero los dividendos de la paz se los embolsará EE UU, así como los países del este europeo, hacia donde se desplazará el crecimiento del continente. Ucrania tardará años en recuperar el estatus económico, y lo hará a consta de cercenar su territorio y sus anhelos geoestratégicos.
Habrá más víctimas que Ucrania o que Europa, que volverán a quedar marginadas en el diseño de su propia política de seguridad, puesto que el atlantismo como bloque de defensa y el multilateralismo como fórmula de funcionamiento de equilibrio global quedan gravemente tocados, y ambos como consecuencia de la heterodoxa política de Trump, por muchos méritos que crea acreditar tras acabar, si es que acaba, con dos de los conflictos más dramáticos, más prolongados y más cercanos a las fronteras de la Unión Europea. Nunca antes un miembro de la OTAN, y menos el más poderoso de ellos, había intimado de forma tan apasionada con un adversario y había despreciado de forma tan grosera a sus aliados como lo ha hecho el inquilino de la Casa Blanca en este caso, por mucho que trate de corregirlo el final de la negociación.
El plan de paz elaborado por Moscú (parte) y Washington (juez y parte) tiene pocas posibilidades de corrección por parte de Europa, y menos de Ucrania, cuyo líder ya ha deslizado que tendrá que optar entre perder honra y perder a un aliado fundamental. Pero, a juzgar por el contenido del primer borrador de acuerdo entre una parte y el juez, Kiev perderá honra (territorio) y tendrá que compartir un aliado que tiene más preferencias por su adversario que por ella. De sellarse la paz en los términos planteados, el gran beneficiado económico del armisticio será EE UU, y secundariamente las dos economías en conflicto y los países europeos más cercanos a la frontera rusa y ucraniana.
EE UU se ha asegurado la parte del león del dividendo de la paz con la creación de un paquete global de reconstrucción de Ucrania, con grandes inversiones en las infraestructuras y en la industria intensiva en tecnología, en datos y en inteligencia artificial, y que será financiado en parte con los fondos retenidos a Rusia (unos 86.000 millones de euros) y con una aportación adicional para la reconstrucción de 100.000 millones de euros de la Unión Europea. Además, EE UU prevé ser aliado preferente en la explotación de los gasoductos que pasan por territorio ucraniano: es el colonialismo made in Trump.
Pero amplía sus dividendos a la participación también en la reconstrucción de las infraestructuras rusas en la zona de guerra, con aportaciones financieras e industriales, además de invertir la otra mitad de los fondos congelados a Rusia en la propia reconstrucción de su economía, y el compromiso de explotar conjuntamente los minerales raros del Ártico, a cambio de restituir a Rusia en el G8 y de eliminar todas las sanciones impuestas a su economía y sus dirigentes. La recompensa propuesta a Kiev es que podrá cumplir uno de los sueños que quitaban el sueño a Putin, cual es ingresar en la UE.
La economía ucraniana no volverá a ser lo mismo, entre otras cosas porque estará forzada a perder territorio (Lugansk, Crimea –ocupada desde 2014–, una parte importante de Donetsk y la parte ocupada de Jerson y Zaporiyia, aunque Kiev muestra firmeza para no cederlo, y el final está por concretarse) y a soportar en solitario su defensa con un ejército que triplica el de antes de la guerra, con el sobrecoste que tiene, y no lo compartirá con la OTAN, puesto que no podrá incorporarse a ella por imperativo del tratado de paz, como la Alianza no podrá extender sus dominios.
Además, no podrá desarrollar poder atómico y podría tener que compartir al 50% con Rusia la energía de la central nuclear de Zaporiyia, algo a lo que se niega en redondo. En definitiva, que las condiciones económicas del pacto las ha diseñado Trump, y las geoestratégicas y de defensa, Putin, y para ellas piden a Ucrania una claudicante adhesión.
Europa, salvo milagro en una negociación en la que hasta esta semana ha sido ninguneada, siguiendo la tradición en todos los conflictos al este de sus fronteras, deberá aportar una ingente cantidad de recursos que deberá detraer de otros compromisos financieros en un momento en que su crecimiento es pobre y asimétrico, y sus posibilidades de recuperar soberanía industrial y tecnológica, limitadas. No podrá, además, ceder en su reiniciada apuesta por la defensa, porque este episodio y una resolución como la que se vislumbra confirman que Moscú es peligrosamente expansionista y que el riesgo de que se reproduzca en el mismo suelo ucraniano o en otro con frontera con Rusia es evidente: no se ha desvanecido, se ha intensificado.
Por unos pocos años, eso sí, recuperará el sosiego, y quizás su economía se reactive globalmente. Pero la actividad más intensiva se desplazará a los países del este de su territorio, los mismos que desde que comenzó la guerra han tenido una merma muy notable en su desempeño económico. Un informe reciente de la Comisión Europea apunta a que en 2022 y 2023 los países limítrofes con Ucrania y Rusia perdieron dos puntos de crecimiento cada uno de tales años, y entre 1,1 y 1,3 puntos porcentuales anuales los países que estaban a menos de mil kilómetros de la frontera rusa, aunque no limitaran con ella.
El coste se concentró en el precio de la energía por escasez, en los flujos comerciales, en la inflación, en el consumo, en el empleo y en los costes financieros allí donde no existía la protección del euro, y experimentaron un obligado incremento el gasto público y sus déficits fiscales, con avances en el gasto defensivo y menos atención a la inversión productiva. Los efectos más limitados se concentraron en los países más alejados, como Portugal, España, Francia, Italia, Bélgica e Irlanda.
Ahora podría revertirse tal situación, y no hay que descartar que países como España, Portugal e Italia tengan que compartir con las costas orientales su tradicional prima turística, de la que disfrutan tanto cuando hay conflictos al otro costado de Europa, como cuando la paz regresa. Lo que sí tendrán que suplir es la minoración de recursos para la inversión que se destinarán al este y a la reconstrucción, en la que las empresas españolas, salvo contadas excepciones, serán espectadoras.































